Permanecer mudo o mentir – ¿Muerte de la pintura = muerte de la clase obrera? – sobre Darío Corbeira

“Permanecer mudo o mentir” fija como contexto tres muertes –la de la pintura, la de Franco y la de la clase obrera– y se despliega (según la curaduría) a través de cinco nodos –un sujeto político: la clase obrera; un lugar para la experiencia estética: la exposición; una disciplina para la práctica del arte: la pintura; un estado corporal de tránsito y ánimo: la enfermedad; y, por último, un estado de situación: la obsolescencia. La pregunta más a mano sería ¿cuál es la relación entre muertes y nodos? Quien conozca el pronunciado interés del artista, como editor de Brumaria, por la obra de Alain Badiou, notará con cierta ironía que de la suma de los términos (5 + 3) se obtiene 8. Una cifra que, dispuesta horizontalmente, simboliza el infinito o, en términos badousianos, el múltiple puro, la imposibilidad de una clausura metafísica, esa presencia que siempre está en exceso y es por ello la condición misma del acontecimiento. Y hablo de ironía porque bajo los auspicios de la muerte múltiple damos con el múltiple puro: la omnipresencia del infinito: aquello que, de por su extensión sin fin, nunca se agota –esa dimensión en que tiempo y espacio se funden: ¿qué es el infinito sino otra manera de nombrar el atributo divino por excelencia, la eternidad?

Me temo, sin embargo, que sea ésta una aproximación ociosa –el trazo de una caricatura a partir de la pura coincidencia. Asimismo podríamos regodearnos con la numerología de la Cábala o la astrología. Y hacer de la interpretación un encubrimiento en lugar de una dilucidación. 

Comencemos entonces por el comienzo. Primero el contexto, luego el texto. En nuestro caso, supone ante todo indagar la relación entre la triple defunción que enmarca las obras. Y he de admitir que en un principio esta relación se me hacía por lo menos arbitraria, enigmática: ¿qué viene a pintar Franco entre la desaparición de la pintura y la caída del Muro de Berlín? Y de nuevo caí en otra coincidencia irónica. La escansión del último tramo del siglo XX, que rige la exposición, corresponde a intervalos de quince años, no sin cierto parentesco con los planes quinquenales que proyectaban las economías planificadas del bloque socialista. Algo que un (antiguo) maoísta como Corbeira –lo de antiguo lo pongo entre paréntesis, pues como los jesuitas, los trotskistas, los lacanianos o los peronistas, no se deja de ser maoísta–, algo pues que un maoísta advierte rápidamente –como cualquiera familiarizado con las rutinas del (ahora sí) antiguo mundo socialista. Se nos presenta pues la consecución histórica siguiente: 1945-1960 (y, como resultado de estos tres planes quinquenales, el fin de la pintura); 1960-1975 (muerte de Franco); 1975-1989 (caída del muro de Berlín). Esta periodización (por bizarra que parezca) tiene el mérito de confirmar aquí la improcedencia de una lectura filtrada por los lentes de Badiou. Pues bien podía haberse decantado Corbeira por otras fechas que sí suponen acontecimientos (o proto-acontecimientos): 1959 (la Revolución cubana); 1975 (la victoria del Viet Cong); 1990 (la independencia de Namibia, que marcaría el comienzo del fin del Apartheid). La historia procede aquí no como progreso –sucesos que siembran la posibilidad de un cambio radical de la experiencia– sino como un cortejo fúnebre que va sepultando la esperanza de otra vida. Una historia pues que programa a fuerza de planes quinquenales su propio fin –o al menos su congelación. 

Ahora bien, ¿qué hace pensar que estas muertes sean síntomas de negatividad, de una pura repetición de lo ya sido, y no el advenimiento de algo nuevo, de una posible emancipación? Pues justamente aquello que debía ser el punto positivo de esta triangulación, la muerte de Franco. En un texto, cuyo conocimiento debo a la amabilidad de Jaime Vindel, Teresa Vilarós señala la muerte de Franco como la cesura simbólica (en el imaginario español) que deja atrás al Estado-nación tradicional (el modelo imperial nacional-católico) y da paso al Estado globalizado posmoderno: el cuerpo agónico de Franco   sería así el ícono del Estado virtual por venir. Pero las peculiaridades de España vuelven tal transición particularmente enrevesada: las de una sociedad que apenas ha experimentado la industrialización, la modernidad, y viene a pasar prácticamente de un mundo pre-industrial al universo pos-industrial. Una entronización en las redes del capitalismo tardío que arrancaría en los sesenta con el desarrollismo y, más precisamente, con la supeditación de la economía española al sector de los servicios, esto es el turismo de masas. En ese lapso, como dice Vilarós, se inicia la “educación sentimental del españolito medio en el neo-liberalismo”: en la banalidad mediática y la política convertida en espectáculo. Nada azaroso que una de las figuras clave del momento, y luego de la transición, sea la de Fraga: titular del ministerio de Información y Turismo –que vendría a ser una especie de reconfiguración del ministerio de la verdad orwelliano. 

Luego volveré a este salto cuántico de la pre a la pos-industrialización. Aquí me gustaría detenerme, empero, en los efectos del mismo sobre el tejido social español. Me arriesgo a sugerir que la principal víctima de dicho fenómeno (al igual que en el resto de Europa) sería la clase obrera. En efecto, las élites lograron con relativo éxito su inserción (más bien conversión) en el orden global impulsado por el capitalismo norteamericano. Y el campesinado, según las regiones, se mantenía en cierto estado de preservación, por el relativo aislamiento, o sencillamente estaba en vías de extinción, debido al éxodo rural. Es pues en la clase obrera que la transición de una fase de desarrollo a otra –no hablemos ya de la transición política– se condensa con mayor agudeza: entre la memoria rural relativamente fresca y la adaptación a la industrialización en ciernes (pero ya por ceder el paso a la atomización propia de la economía de servicios) la dislocación se vuelve casi inevitable. Lo sorprendente es el vigor mostrado por la clase obrera en la etapa inicial del nuevo régimen: manifestaciones, huelgas, reclamos sociales y económicos de alcance casi revolucionario –en desfase con los movimientos obreros ya en declive en Europa. Pero (como en el resto del continente) todo terminó finalmente en orden

Siento tan larga digresión. Pero era necesario evidenciar en qué la muerte de Franco entra en relación con las otras muertes. A fin de cuentas, la muerte de la pintura, que no es sino la del arte moderno que buscaba romper con los esquemas del orden burgués y propiciar otra vida, esa vida que se levantaría a la par de la revolución proletaria, es una muerte que anticipa, y profetiza, la muerte de la clase obrera. En su ponencia, Jaime Vindel sugería que el paso de un sujeto sin atributos –el proletariado– al de la clase obrera –portadora de un conjunto de derechos, es decir como una figura jurídica más dentro del cuadro de las estructuras capitalistas– marca en gran medida la anulación del sujeto de emancipación. El colapso de la pintura significaría, por lo tanto, la incapacidad del proletariado de dar con los modos de representación propios que le permitiesen escapar del marco establecido por el Capital. Y es en esa imposibilidad que se juega la transición española hacia la normalidad y, por consiguiente, desemboca en la lenta agonía de la clase obrera al no reinventarse y quedar presa en la pura subsistencia. 

Viéndolo así, las tres muertes anulan (o le otorgan un marcado carácter escatológico) a los nodos por los que se despliega la obra de Corbeira. Asistimos pues aquí: 

– al velorio del sujeto político: la clase obrera; 

– a una imposible experiencia estética: ¿acaso no es la persistencia del museo, es decir de la instancia donde la autonomía del arte cristaliza una práctica casi autista, donde élites y clases medias (como en la suspensión programada del carnaval) se dan el lujo de ver su realidad patas arribas, no es entonces acaso dicha persistencia la prueba del fracaso de la experiencia estética?;

– a la aporía de una práctica, la pintura, que sabemos (como lo hemos visto) condenada: ¿qué quiere decir pintar después de la muerte de la pintura? –lejos de emparentarse con el gesto absurdo del Sísifo de Camus, remitiría más bien a un movimiento de inercia, el de la tuerca ida de rosca; 

– a la proliferación de una enfermedad que no se nombra por obvia: la esquizofrenia –pero no aquella idealizada por Deleuze –la desterritorialización continua que fisura los engranajes de recuperación de la maquinaria capitalista– sino la real, la de la ruptura de la cadena significante –echando mano del léxico lacaniano de la curaduría–, que va corroyendo el imaginario social: una patología que, en lugar de traducirse por un desdoblamiento de la pisque o una multiplicación de posibles devenires, impide algo mucho más básico: la constitución de una identidad. Sin la capacidad de conectar el presente con el pasado, se quiebra la proyección en el futuro –éste sería el estado en que quedara encallada la clase obrera española en ese salto mortal de la pre a la pos-industrialización: justamente la imposibilidad de fraguar una identidad que no fuera la trazada por las relaciones capitalistas, y a la vez la resistencia de facto a dicho orden, desemboca en un corto circuito que confina a una devoción por el presente como único espacio tangible: desposeídos del pasado terminamos privados de futuro. 

– a la obsolescencia como estadio irreversible –no la del Capital, claro está, pero a la de su alternativa encarnada por la utopía comunista, así como la de los modos de vida y luchas que la sustentaban. 

Velorio o museificación, parece decirnos Corbeira, es lo que queda de los proyectos de emancipación colectiva: defunción o congelación por los siglos de los siglos. Algo explícito en los procedimientos más recurrentes: el uso de desinfectantes, de escayola: asepsia y petrificación: nada de propagación ni de contaminación...

Al final del camino no queda el más mínimo aliento (A bout de souffle) y La crucifixión no es símbolo ya de una posible redención, pues por ella no asoma la rugosidad o el desperfecto donde irrumpa algo distinto –textura lisa, glacial, que plasma la nada, ese presente que se perpetúa en la irrelevancia.

Cabe preguntarse qué rezuma esta obsesión con la muerte: ¿lucidez o desengaño? Según la respuesta, se estará o no de acuerdo con el diagnóstico de Corbeira.


Esta intervención fue leída en el ciclo de seminarios que, durante esta primavera, coincidió con la exposición de Darío Corbeira, Permanecer mudo o mentir, en Tabacalera, Madrid.