Sobre la topología


Nos vimos por fin a solas pocos días después. La cita debía corresponder a una geografía estricta: situarse 1) lejos de mi okupa para no ceder a la tentación de llevarla en caso de que los avances se revelaran concluyentes —la incógnita de mi espacio vital desempeñaría (ya verán) un rol fundamental—; 2) a proximidad de su apartamento para que acompañarla no se viera forzado. Escogí un lugar que proporcionaba la doble ventaja de quedar en pleno Augustins, su barrio, y de ser el barman un militante de la Intercantonal Anarquista. Llegué con retraso de más de veinte minutos; retraso que me permitía, por una parte, tantear hasta qué punto yo le interesaba y, por otra, habiendo pretextado una reunión inaplazable, hacerle sentir que ni ella alcanzaba a suspender mis prioridades —¡oh, el halo de la militancia! — actitud que de paso me granjeaba otro registro: al joven discreto del estante le sucedía el seductor de L’Etage, luego el polemista del cine y ahora un hombre entregado por completo a la causa —¿similar a la entrega que ella esperaba de su pareja?: dilaciones, dilaciones —sabes que no es ése el asunto, pero te regodeas con la idea. Tampoco que buscara plasmar esta última figura. A estas alturas, Sarah probablemente consideraría con recelo, casi hartazgo, el sacerdocio político. No se apresuren, por favor, en tacharme de ingenuo. Recuerden el principio de nuestra táctica: hacerle entender que ella no era el centro. Y algo descentrado transcurrió aquel encuentro, tomando rutas que no pude ni quise esquivar; y hablé de mí, es decir de aquel de mis personajes que me era más entrañable: me sentía cómodo con ella y me asombraba la espontaneidad con que nos deslizábamos por nuestras vidas, de un tema a otro, de lo esencial a lo nimio. Y medio en broma medio en serio le confesé que todo no era más que una trampa para llegar al instante preciso en que ella quisiera ser no más que para mí.

—Es mucho pedir, ¿no te parece? —dijo. 

—No. 

Pasó de largo, como si nada, y tuve, no sé por qué, la certeza de que era yo el títere, de que todas mis maquinaciones encajaban a la perfección en un plan diseñado por ella. ¿Sería posible? 

Abandonamos el bar poco antes del cierre y poco después de acceder a que me fiaran la cuenta —Sarah, obvio, ni se enteró. Antes de llegar a la plaza, viramos hacia el pasaje que lindaba con la clínica de odontología y caímos en la arboleda que prefigura los paseos burgueses del barrio de Champel. Al cabo de una vuelta por calles de luz débil y silencio, dimos con el rumor del río. De noche, el cieno cedía a una lámina plateada de vetas chispeantes. 

—No me pidas que bajemos a la orilla —dijo sonriendo después de un alto. 

Dejando el bulevar penetramos en un sendero sin luz.


—¿Sabes por dónde vamos?


—No.


El trecho desembocaba en una mansión con una playa de estacionamiento que empalmaba con un parque al fondo. Tras un momento de hesitación, Sarah dio marcha atrás. Yo seguí hasta el límite del parqueo, pero me frenó un enrejado que lo aislaba. Cuando volví a alcanzarla se recostó a mi hombro, tomándome del brazo. Atrás quedaba el bulevar. Arribamos de nuevo al pasaje. Nos detuvimos debajo de una farola fragmentada por las ramas de un avellano —extraña decisión la de pararnos justo en un claro de luz cuando bien sabíamos lo que iba a pasar. “Abrázame.” Le obedecí (con demasiado apuro tal vez). Con una mano empecé a alisarle el pelo y deslicé la otra a lo largo de su espalda y al tocar el talle busqué su piel, y era suave y tensa, subí rozándola con las uñas por la raja profunda donde su espalda se abría a mis caricias, dócil, amplia. Quise besarla, pero ella eludió el beso besándome la cara, el cuello. Y yo por sus hombros, apretando bruscamente su nuca. La mano resbaló hacia las nalgas, que presentía duras y llenas, y un “por favor” la frenó en su caída. “Abrázame fuerte.” La abracé y busqué sus labios y ella volvió a esquivarme —esta vez con un mordisco en la oreja que era un capricho: “sólo quiero un abrazo”. Otro mordisco. La apreté todavía más. Oí un sollozo y rápido palpé su rostro —ni una lágrima. “¿Estás llorando?” “Estoy bien.” Seguimos abrazados: yo, al acecho del menor indicio —¿y ella?, pues: “Ráscame la espalda”. “¿Qué?” La miré y entendí que no iba en broma cuando rompió el cerco de mis brazos, zafándose por debajo del pulóver el sostén. “Me gusta que me rasquen la espalda.” No creía lo que oía. Mis manos, por su parte, no tardaron en acatar la orden, rascando el borde interior de un omóplato, luego el otro. Descarté que se tratara de una estratagema para facilitarme el acceso a sus senos. Aun así, la idea de tropezar con los pezones —los imaginaba duros y erguidos— causó en mí una ola de sacudidas —pene iza cabeza. La aparté con el pretexto de otra posición para mis manos —lo cual no distaba de ser cierto, puesto que acusaba los primeros calambres. Entre tanto, Sarah gemía (¿fingía?) con el deslizar de las uñas, la variación del ritmo. Placer ambiguo que repercutía sin ambages en la cada vez menos contenida erección por la barrera de calzoncillo y portañuela. Cambié de mano, ella soltó un grito, y aceleré los rasguños al cogerla por el hombro para que se acoplaran al compás de su voz jadeante, ahí sí, huidiza, más arriba ay un poquito más a la izquierda sí ahí me pica así, un quejido, sí así, no te pares no te pares, y desquiciado por sus súplicas entrecortadas no paré con aquellas idas de mano hasta venirme. 

Lo primero que me atravesó la mente, mantener el ritmo, que no se enterara. ¿Y los espasmos? ¿Me habría sentido? Sarah calló de inmediato y con media vuelta anuló mis arañazos. “Gracias”, dijo, melosa, al abrocharse el ajustador. No le respondí. ¿Se habría dado cuenta? Reanudamos la marcha en un silencio de plomo: el eco de mi ego tocando fondo. Me había venido rascando una espalda. Ni un beso. Ni nada. Grotesco. De vez en cuando ella se viraba y su mirada era para mí el enigma de la Esfinge: ¿cómplice?, ¿piadosa?, ¿socarrona? Al parecer el infierno no es más que un callejón en que toda salida conduce a la perdición. ¿Y si no me daba otra oportunidad? Se puede fallar. OK. Pero no así. ¡Rascándole la espalda! Tenía que arrancarle otro chance, pero a la vez se me hacía imposible volver al ruedo. ¿Y si no me daba otra oportunidad? 

Por enésima vez pisamos el bulevar, subiendo ahora en dirección del hospital y al torcer por una callejuela me tomó la mano. 

—Me gusta lo frágil que eres.


—Te equivocas —repuse vejado.


—Haces todo por dar una imagen y no te das cuenta de lo cómico que eres. Es como si te tomaras en serio todos tus inventos. Igual que un niño. 

—¿Cómo puedes estar tan segura? 

—Es que eres tan ingenuo que vives convencido de que logras lo que quieres. 

—¿Y no es así?


—Sí, pero por equivocación.

La eyaculación se incrustaba como la perspectiva que saturaría mi mente —rara noche en que nada coincidía; y ahora el retrato que Sarah hacía de mí, estrambótico. Sus palabras avivaban la intuición que me laceraba desde el principio: ¿sería yo para ella una simple marioneta? NO. Imposible. ¿Y si lo era? Me pareció monstruoso. Yo convertido en diversión. Miré hacia arriba. El cielo apagado. La fachada salmón de un edificio. Y la pregunta que al parecer se repetía, pues noté en ella algo de agravio: 

—¿No quieres subir?


Sigiloso, me escabullí de la cama. En el sillón adosado a la pared hallé el ángulo idóneo para delinear su cuerpo rociado por la luz de una vela. No había errado el juicio: la mujer allí rendida era sencillamente perfecta. La contemplé con devoción. Orgulloso, ¡sí!, aguijoneaba la visión de la desnudez sintiendo el olor de su sexo en mis dedos. La adoración de la diosa. Divagué redimido por la imagen que a ratos se imponía a la de ahora: su orgasmo. Ya tarde volví a su lado, me deleité rozando las nalgas empinadas, tensas, la tibieza de la cintura, el rostro ahora de niña por el sueño. Supe entonces que hacia nosotros se disparaban los perdigones de la ruptura. 


Fragmento de la novela En el aire