Sobre la distribución de los medios


Y bueno, se acabó el dinero... Aunque todavía no había tocado el pago de la última traducción, sabía que el dinero (con suerte) no llegaría antes de un par de meses –se trataba de un mandato para una editorial universitaria. Quedaba la calle. Los últimos tiempos (en realidad, desde que me dedicaba a traducir) no lo había hecho, pero por primera vez, en casi dos años, enfrentaba una merma considerable del volumen de trabajo y, sumado a los gastos de la causa, el déficit alcanzaba máximos históricos –las deudas con los amigos contemplando parte no deleznable. Se entiende que temiera haber perdido agilidad. Por otra parte, la competencia había incrementado y era de lejos más ardua que antes –asistíamos a una especialización sin precedentes: vendedores de flores del Bangladesh, músicos ambulantes de Rumania (trompeta, pandereta y violín) en función continua por los bares o (guitarra y acordeón) en los autobuses, la mendicidad iba a los jóvenes (ahora ante las puertas de los bancos con el letrero “tengo hambre” o algún punk recitando en los tranvías el “buenos días señoras y señores perdonen la molestia hace seis meses que perdí mi trabajo...”), la venta de los periódicos de beneficencia a los desahuciados y a las cíngaras (aunque éstas tampoco desperdiciaran la ocasión de ejercer de pedigüeñas) –sin lugar a dudas la oferta había progresado tanto en diversidad como en calidad. La desaparición de los teléfonos con monedas, por ejemplo, me desposeía de la coartada del franco para una llamada. Fatal, engrosar las filas del gremio sin un plan preciso para distinguirme del resto. A medida que avanzaban más irrisorias devenían las especulaciones; el confort me había dañado los reflejos. Finalmente, me resigné a una variante de rebaja. 

Petición de principio: mendigar es dar un espectáculo. Por lógica, la prioridad es definir a qué público se destina el show. Como categoría más asequible se piensa de inmediato en los jóvenes –si se postula que en su mayoría guardan un mínimo de tolerancia ante las insuficiencias de los demás; la incertidumbre inherente a tal etapa contribuiría a una suerte de empatía con el fracaso. No obstante, una estimación lúcida induciría a explorar otras vías, ya que (como bien se sabe) la conjunción entre juventud y dinero es un hecho excepcional –de producirse, por lo general, de joven sólo queda la apariencia –lo cual explica a su vez la imposibilidad de tomar en consideración a los bitongos de la élite: al rescatar el único mérito de esa lacra, nacer, Beaumarchais acuñaba para siempre su inutilidad congénita. De igual modo hay que descartar a ese estrato que suele designarse con el título tan difuso como poco glorioso de clase media –pero verídico: de medio a mediocre el desliz más que retruécano se vuelve destino –falla en que reposa la idea con que la clase media se masturba desquiciada para paliar la envidia de no pertenecer a la crema y nata, mediante una identificación masoquista con los intereses de los parásitos de arriba –proceso que la define por excelencia y que se resume así: los que están jodidos es porque lo quieren –lo cual le permite, a costa de los marginados, izar la mediocridad a rango de conquista. Así se entiende porque el público al que apuntar, de todos modos no queda otro, lo componen los retirados. ¡Ah, los viejos! Ya sé: ellos carecen de recursos. Cierto, pero los viejos sobrellevan un mal incurable, la soledad, que atizado por la decrepitud los predispone a inclinaciones patológicas por los animales. Mecanismo que los punks han comprendido, aunque sólo a medias: su estética obstaculiza lo que podría hacer de la corporación una institución de éxito: en general los viejos no soportan el desaliño ni la suciedad —de los demás, por supuesto. Aquí radicaba mi salve. 

Después de arduas negociaciones con el vecino de los bajos, en las que volví a corroborar que el altruismo de mis camaradas no superaba la palabrería, le alquilé el labrador a cambio de 1) quince francos diarios –los ganara o no–; 2) presenciar (a escondidas) la próxima vez que me acostara con Julie (una estudiante de sociología, que realizaba su tesis sobre el medio okupa en Ginebra y que había cedido a mis avances) –era eso o adiós al perro, así que, pese al riesgo de que este tipo de pago se estableciera como norma –método, dicho sea de paso, de probada eficacia en el pasado, pero al que ya no quería acudir–, no pude rechazar la oferta –en la cláusula que le impuse, empero, cobraba el desquite: prohibida la masturbación durante el acto. Luego no faltaba más que salir a la lucha con el propósito de costear al menos la renta del sabueso. Procuraba armar, vestido con decencia y rasurado, la apariencia de una pobreza con dignidad. El radio de acción debía abarcar un supermercado con gran frecuentación de ancianos, id est situado en una zona con ascendente residencial y a la vez concurrida. Un barrio como el de Champel quedaba eliminado automáticamente –la fusión de la vejez con el dinero confina a la paranoia o a una especie de resentimiento (no sin analogía con el de la clase media pero más crispado), cuyo eslogan sería “no le debo nada a nadie” y al cual se le podría agregar una versión femenina y asaz común –para desconsuelo de un feminista como yo– que profesaría un lapidario “yo he tenido que aguantarle demasiado a mi marido para estar regalando el dinero así de gratis”, lo cual desemboca en una tacañería enfermiza –asimismo me veía obligado a rayar de la lista al barrio de los bancos y a la ciudad vieja. El estreno lo hice en Les Eaux-Vives, barrio que sin estar en el centro lo es y que, por la cercanía del lago y los parques que lo delimitan en su extremo, es una guarida de viejos. Contando con que la tercera edad madruga, antes de la apertura instalé la posta en la entrada de la Migros, usurpando la delantera a presuntos competidores. La mayoría de los clientes pasaba de largo. A veces tardaba sobre mí una mirada que no sabía si de disculpa o desprecio. Hubo una mujer que inquirió por qué yo no trabajaba y me hizo una exposición detallada de las alternativas que la sociedad ofrecía, incluso me anotó los datos de una institución a cargo de la reinserción laboral. Asentí sin decir nada, fingiendo interés, pero cuando acabó de leerme la cartilla al cabo de media hora –digo, por lo menos media hora; era tal mi desconcierto que llegué a preguntarme si no sería de la competencia y buscaba desalentarme –pues ¿a quién se le ocurre darle semejante muela al primer mendigo que cruce su ruta?– al cabo de media hora, decía, ¡la muy hija de mil putas!, dio media vuelta y se borró sin dejarme ni siquiera un centavo. Afortunadamente, los viejos no me defraudaron y conforme aparecían el saldo de la matinée engrosaba. El cachorro lo merecía: juguetón, no paraba de restregar el hocico por cuanto zapato le pasara por delante; si lo acariciaban se iba en lamidos, agitando la cola desaforado. La salud y la dieta del perro eran las preocupaciones de quienes se nos acercaban, pero el animal se veía bien y en seguida se ponían a relatar anécdotas del gato que aguardaba en casa o la vida y obra del perro que ahora se entretenía con el mío –una vez, perros al fin y al cabo, el juego acabó en bronca y el dueño, después de confundirse en disculpas, se alejó amonestando a su compañero y olvidando el óbolo. Hubo otro que alabó el coraje de salir a garantizar las necesidades básicas del perro, “no es justo que el perro pase hambre, porque, dígame, a ver, qué culpa tiene el perro, no señor, no hay derecho”, rozando las orejas del labrador con una mano de surcos morados. A mediodía volví al okupa para darle el almuerzo al sabueso, el cual durante todo el regreso no paró de dar brincos y sacar la lengua. Me agradecía a su manera el paseo y los mimos de la gente. Una perla, el perro. Por inatención mía, la siesta se extendió hasta algo más de las tres, así que esta vez el recorrido lo hicimos en ómnibus –de pie y alerta por si subía algún controlador. Ya en Eaux-Vives, nos encaminamos un par de paralelas más arriba hacia la Coop de Montchoisy. En balde. Un trío de punks ocupaba la entrada. Bajamos hacia la Migros, pero un tipo vendía La feuille de trèfle en el sitio donde habíamos pasado la mañana. Pasamos por el Denner: otro tipo con periódicos. La siesta nos había costado la tarde. Le zumbé una patada al perro que chilló y, a la espera de otra, se acurrucó y me miró con tal desamparo que frené el impulso. Le pasé la mano por el lomo y lo cargué un rato. No sé qué me hizo pensar que estaba acostumbrado a los golpes. Lo acaricié y una vez que se le pasó el temblor salvamos la callecita que nos separaba de la rada –las gaviotas lo divertirían. 

Los días siguientes no varió la estrategia aunque sí el perímetro. Rondamos por barrios céntricos y periféricos, incluso nos permitimos el lujo de una incursión en el aburguesado Carouge, con saldos mitigados: la gira daba para pagar el alquiler del perro con excedente no despreciable pero insuficiente como para sustentar mis gastos y aliviar mis deudas a la vez; por otra parte, la lotería parecía dictaminar el importe de los ingresos –por ejemplo, si en el barrio A cobraba en una semana la suma promedio X, se suponía que en un barrio B (de idéntica fisonomía socio-económica) ganaría en una semana algo así como la suma promedio X; pues no; única constante, los altibajos –y coincidencias desesperantes: cuando, por ejemplo, registraba una suma promedio X en el barrio C (nada similar a A) y, más tarde, una suma promedio Y en el barrio D (¡supuestamente idéntico a C!) –por demás, nadie se sorprenderá (¡no así yo!) al saber que las bajas llegaban con mayor rigor que las alzas. Por suerte, por aquellos días me solicitó un joven que pretendía escribir una novela en la que uno de los personajes se dedicaba a mendigar. ¿Una novela? ¿Y yo de cobayo? La verdad es que no paso a los parásitos que se nutren de la vida de la gente. Que uno chupe al sistema, de acuerdo, pero a la gente... Naturalmente, le exigí un sueldo de quince francos la hora más el almuerzo mío y el de mi camarada el can. Enseguida se puso a llorar miserias, lo cual no me sorprendió –paso la trascripción de la tragedia que armó en un segundo, ya que actuaba como fiel representante de su cofradía –tengo a otro literato en el okupa–: mezquino y llorón. Pero en cuanto cayó en cuenta de que no me apiadaría, accedió a cubrirnos el almuerzo –es decir los almuerzos, pues de uno saqué muchos: en lugar de limitarme a la realidad de los hechos, le conté cuánta anécdota se me antojara, de vez en cuando las tomaba de filmes, prefiriendo, empero, apelar a mi imaginación siempre prolífica cuando hay comida de por medio. No obstante, y no lo digo por vanagloriarme, creo que le di material para una saga de veinte tomos; si hacía uso adecuado de mis fantasías bien podría llegar a ser el Dickens ginebrino –más vale tarde que nunca, ¿no? El primer beneficiado fue mi camarada el can, pues obligaba al aprendiz a que le surtiera la carne de perro más cara –nunca lo vi tan feliz. Yo estiraba, cada vez con mayor placer, mis aventuras por las calles de Ginebra ahora tan sórdidas como las de Río o de Nueva York, y cuando el escritorzuelo osaba la mínima objeción (pero sucedió pocas veces) le gritaba indignado que él no podía enterarse de la selva de cemento que era esta ciudad, porque la gente que lo tenía todo resuelto, como él y sus pares, era incapaz de figurarse cuánto había que luchar para sobrevivir en un lugar donde la pobreza, más que por infortunio, pasaba por crimen y por eso ser pobre aquí era más duro que en cualquier otro lugar –y así lo silenciaba, tañendo la tecla floja del pequeño burgués (más aún si es de izquierda): la mala conciencia. Al cabo de una semana en la que habré engordado un par de kilos –nada en comparación con el perro–, desapareció nuestro mecenas. No dudo que creyera que tenía el Nobel en sus apuntes –así son los escritores, sanguijuelas, cuando te dejan seco se borran. Sepan pues que si en alguna ocasión se empatan con una novela de un autor ginebrino en la que hay un mendigo sin igual (y no un simple zarrapastroso), sepan pues que es obra mía y no del pobre infeliz que la acuñó con su nombre. 

Después del balance de las primeras semanas, pese al respiro obtenido, decidí que era tiempo de cambiar: el negocio del perro dejaba un presupuesto aún demasiado ajustado –¡las deudas!–; además, el factor sorpresa no fungiría en segunda gira. Así y todo no entregué el perro de inmediato. Lo paseaba por los parques para que se diera a su juego predilecto: revolcarse en mogotes de hojas secas: pasaba ratos pisoteando o mordisqueando una hoja, la remolcaba y se la echaba encima y entonces, al no poder verla, comenzaba a buscarla, ladrando como si la llamara, al final se olvidaba de lo que buscaba y se hundía como un topo por el túnel de hojas que en su carrera hacía y deshacía. Había en su candor algo contagioso, sobre todo cuando de un brinco se posaba en mis muslos y continuaba sus piruetas. Un juego sin fin. Nada que ver con los días por venir. Hasta que cayera la próxima traducción precisaba otra estrategia para ir tirando. Momento de poner a prueba el acertijo dinero llama al dinero, vieja ocurrencia que nunca había concretizado y que consistía en vestirse como un banquero y salir a pedir (con acento anglosajón –el extranjero adinerado pero un tin extravagante) unas monedas, aduciendo la pérdida, el olvido, el robo de la billetera y la urgencia de unos francos para saldar una gestión o el taxi hasta el hotel. Me imaginaba el desconcierto de mis conciudadanos, las miradas circunspectas (pero no de desdén) a la vez que se registraban en busca de unas piezas (¿algún billete?) y la gama de expresiones oscilando de la desconfianza o la duda a la comprensión cuando no a la franca camaradería –y sí, iría por el barrio de los bancos y fatigaría la franja de Rive a Bel-Air: gerentes, hombres de negocios, secretarias, oficinistas, empleados de banco y, quién sabe, aunque no fuera verano, tampoco eximía la posibilidad de topar con un jeque del Golfo Pérsico –por cierto, ¿cuándo tocaba el ramadán este año?, porque ahí sí que se abría campo: bastaba con salir a la caza de los árabes de billete en las cercanías de los grandes hoteles, sino iniciar una gira por los timbiriches de turcos y libaneses de los Pâquis –si no sacaba un dinerito al menos pescaría un kebab o ¡un chawarmá!, ¿no? No. Delirando otra vez. Lo probable era que me corrieran a patadas. Además, quienes podían prestarme el traje eran también a los que más dinero debía –amigos de infancia que se apiadan de uno la primera (y quizás la segunda) vez, pero al tercer empréstito (irrelevante en relación con sus sueldos) lo borran a uno del álbum de fotos. De un día a otro se acabaron las invitaciones a cenas, bodas, cumpleaños, bautizos, y era para preguntarse si uno se había transformado en el hombre sin pasado. Necesitaba algo sólido –aunque, como apuntaba Marx, todo lo sólido se desvanece en el aire. ¿Cómo era posible que la vida, mi vida dependiera de un puñetero trozo de papel? 



Relato perteneciente al libro En el aire y publicado en la recopilación Sospechosos en tránsito